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martes, 7 de octubre de 2014

La obsesión de la iglesia católica por los gays

Una reflexión del columnista newyorkino Frank Bruni por la obsesión de la Iglesia Católica con el despido de gays y lesbianas de sus centros educativos en Estados Unidos.


Desde hace año y medio he escrito en repetidas ocasiones sobre profesores de escuelas católicas y funcionarios eclesiásticos que han sido destituidos de su puesto por tener una relación homosexual y, en algunos casos, por decidir casarse.

No han sido pocos los lectores los que, cada vez, han intervenido para decirme que esas personas se lo merecían. Si alguien entra en un club, sostienen, debe de acatar sus reglas o sufrir las consecuencias.

¿En verdad es así?

Las reglas de este club particular que es la Iglesia Católica prohíben el divorcio. Pero los asientos de muchas de las iglesias católicas que he visitado están ocupado por fieles que van en su segundo o tercer matrimonio. Caminan alegremente hacia el altar para recibir la comunión sin que haya el menor rezongo de protesta de las personas que los rodean. Participan plenamente en los rituales de la iglesia sin que nadie les dispute su membresía en el club.

Las reglas prohíben también el control artificial de la natalidad y, aun así, la mayoría de las familias católicas que conozco no tienen más de tres hijos, lo cual es o un milagro de una fecundidad limitada naturalmente o una señal de que alguien ha estado visitando la farmacia. No sé de ninguna oficina eclesiástica que monitoree tales asuntos, por ejemplo, revisando las notas de compra de las farmacias. Y tampoco he escuchado de ningún profesor despedido o de fieles a los que se les niega la comunión por no tener una prole rebosante.

Acerca de los profesores: cuando despiden a maestros gais o profesoras lesbianas, la explicación generalmente menciona su obligación contractual, como empleados de una escuela católica, de no desafiar las restricciones de la iglesia, que prohíbe la actividad sexual entre dos personas del mismo sexo.

Pero hay muchos empleados en escuelas católicas de todo el país que no son siquiera católicos y que desafían a la iglesia por no haberse adherido a ella en primer lugar. Hay maestros protestantes y judíos. Hay maestros que son agnósticos y, muy probablemente, maestros que son ateos pero que sencillamente no lo proclaman. Hay empleados parroquiales en esas mismas categorías y que siguen muy a gusto en su empleo.

“¿Es más importante creer en la doctrina de la iglesia sobre el matrimonio homosexual o creer en la resurrección. o incluso en que Dios existe?”, se pregunta el padre James Martin, sacerdote jesuita y autor de “Jesus: A Pilgrimage”, exitoso libro publicado este año. “Yo no he oído a nadie que pida que despidan al administrador de la parroquia por ser agnóstico.”

La triste verdad del asunto es que en este periodo, en que la legalización del matrimonio homosexual se ha esparcido rápidamente en todo Estados Unidos – de solo seis estados en 2011 a más de tres veces ese número en la actualidad _, la jerarquía católica decidió enfocarse en esta cuestión y en un solo grupo social: gais y lesbianas.

Sus prédicas morales son selectivas, intolerantes y muy tristes. Y peor aun: son contraproducentes pues están amargando a muchos católicos estadounidenses, la mayoría de los cuales aprueba el matrimonio homosexual y porque los empleados que han sido exiliados generalmente eran ejemplos de caridad, misericordia y otras virtudes tan importantes para el catolicismo como cualquier lineamiento sobre el sexo. Pero no importaba su corazón; todo se reducía a sus genitales. ¿Alguna vez la Iglesia Católica podrá alejarse de eso?

El papa Francisco parece inclinado a hacerlo y está presionando suavemente a otros jerarcas con sus palabras cuidadosamente elegidas y sus símbolos hábilmente orquestados. Quizá no está anunciando ningún cambio importante en la doctrina eclesiástica – que, por cierto, cambia bastante con el tiempo – pero sí está indicando que no hay que vilipendiar a los católicos que entran en conflicto con las enseñanzas.

Hace tan solo tres semanas, él presidió una ceremonia de matrimonio de veinte parejas de la diócesis de Roma, entre las que había algunas que ya estaban viviendo juntas o que habían estado casadas antes. Una de las novias tenía un hijo ya crecido concebido fuera del matrimonio.

Las acciones del papa no cuadran con la manera en que muchos jerarcas católicos estadounidenses están tratando a gais y lesbianas. El semanario National Catholic Reporter informó que pudo encontrar unos 40 casos públicos desde 2008 de empleados que perdieron su trabajo en instituciones católicas del país debido a cuestiones relacionadas con la homosexualidad y el matrimonio homosexual. Diecisiete de esos casos ocurrieron este año.

Cuando hablé de este tema con Lisa Sowle Cahill, profesora de teología en el Boston College, ella se preguntó en voz alta si los superiores católicos descartarían a alguien o le negarían la comunión por apoyar la pena de muerte, que está en contra de la doctrina católica. Ella y yo nos sorprendimos por igual de lo poco que se escuchó de los jerarcas de la iglesia estadounidense sobre las noticias de hace unos meses respecto de ejecuciones que salieron mal.

“Los obispos eligieron el tema del matrimonio homosexual desde la campaña presidencial de 2004 como causa especial a la que se oponen”, observó Cahill. Y agregó que estaban “delimitando una identidad católica contracultural” que no se centra en “la justicia social y las cuestiones económicas”.

“Es cosa de sexo y cuestiones de género”, precisó, agregando que esto podría estar relacionado con la desgracia que se causó a sí misma la jerarquía eclesiástica con su desastroso manejo de los escándalos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Los obispos, indicó, quizá están empeñados en encontrar un terreno sexual en el que puedan adoptar una postura de rectitud severa.

“Están tratando de recuperar la ventaja moral, sin importarles que lo más seguro es que les resulte contraproducente”, determinó. Después de haberse hecho de la vista gorda ante las relaciones sexuales forzadas que devastaron tantas vidas jóvenes, están atrincherados en contra de relaciones voluntarias que no dañan a nadie.

Es muy importante recordar que en muchos casos en los que la iglesia ha castigado a las parejas del mismo sexo, la homosexualidad e incluso el hecho de que fueran pareja eran algo muy sabido y aceptado tácitamente desde tiempo antes. Lo que cambió la ecuación fue el interés en la unión civil, de pronto posibilitada por leyes que han evolucionado de manera más humana que la iglesia misma. Las parejas en cuestión salieron de las sombras e hicieron el compromiso de amarse de una manera que la iglesia celebra en otras circunstancias. Esas parejas fueron rechazadas por esa razón. Eso es una vergüenza.

Y eso contradice otros principios católicos, aparte de los que rigen las relaciones del mismo sexo, como señaló Martin en una columna publicada en la revista católica America este año. La doctrina católica, afirma, “también dice que los gais y las lesbianas deben de ser tratados con 'respeto, sensibilidad y compasión’”.

Algunos jerarcas católicos estadounidenses efectivamente cuestionan lo que está sucediendo. Cuando un reportero le preguntó recientemente sobre la proscripción de trabajadores gais, el cardenal Sean O’Malley de Boston dijo que “debe rectificarse” esa situación. No habría mejor momento para hacerlo que ahora.

Lo que está sucediendo equivale a una persecución. Y está ocurriendo no porque los trabajadores que se encuentran en esa situación hayan llamado la atención especialmente sobre ellos mismos o hayan hecho alguna agitación política. No, ellos simplemente aman de una manera que no agrada a muchos jerarcas eclesiásticos, cuya preocupación por la pureza es espasmódica y caprichosa.

Martin indicó que esos jerarcas no están buscando y flagelando a los patrones que no les pagan un salario justo a sus empleados o que no son caritativos con los pobres, que son mandatos de la doctrina social de la Iglesia Católica.

“Si se van a aplicar esas pruebas, habría que aplicarlas de forma pareja”, aseguró, no tanto recomendando que se hiciera sino presentando el argumento de que, si así fuera, “vaciaríamos a las instituciones católicas de todos sus empleados y nadie podría formarse en la fila de la comunión”.

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