
Si al incrédulo lo pinchan ¿no sangra?
Una simple consulta a Wikipedia sobre la historia del ateísmo, nos ilustra sobre la persecución que han sufrido a lo largo del tiempo todas aquellas personas que han negado la existencia de dios o han puesto siquiera en duda las creencias religiosas.
Pero no hay que remontarse a la oscura Edad Media y a la Santa Inquisición para encontrar ejemplos del brutal hostigamiento hacia estas formas de pensamiento. Para muestra un único botón; en el ya cercano Siglo de las Luces -y a pesar de esta denominación-, Diderot, uno de los más prominentes filósofos de la Ilustración y editor de la Enciclopedia fue acusado -atención al participio; no calificado, no, no, acusado- de ateo por desafiar los dogmas religiosos al contraponer la razón a la fe, y fue por ello encarcelado y sus escritos prohibidos y quemados.
Viene este recordatorio histórico a cuento porque un Juzgado vallisoletano ha admitido a trámite una querella interpuesta por organizaciones ultracatólicas, como HazteOir o la Asociación de Abogados Cristianos, contra el rector de la Universidad de Valladolid, Marcos Sacristán, y el actor Leo Bassi por delitos contra los sentimientos religiosos, injurias y calumnias, presuntamente cometidos en octubre de 2010 cuando el cómico de origen italiano protagonizó una parodia de Benedicto XVI y distribuyó preservativos en el Paraninfo del centro.
La persecución, la marginación, el ostracismo, el señalamiento, la tortura e, incluso, la pena de muerte a los disidentes han sido sustituidos en estos nuevos tiempos democráticos -que se han hecho realidad muy a pesar de las instituciones religiosas- por la amenaza con los tribunales del Estado de derecho. Si alguien se atreve a criticar sus ideas, más allá de lo que ellos entienden que es permisible dada la naturaleza sacrosanta de las mismas, o realizar una simple parodia de sus liturgias enarbolan el Código Penal contra los osados.
Ellos, sin embargo, pueden criminalizar a las mujeres que deciden interrumpir su embarazo, aunque cumplan con los requisitos legalmente establecidos, y decir de ellas que son peores que los que abusan sexualmente de los menores (cardenal Cañizares) o tildar el matrimonio entre homosexuales de aberración y de inmoralidad (cardenal Rivera Carrera).
Pareciera que sólo ellos puedan sentirse agredidos por los demás y que, sin embargo, tengan bula para arremeter inmisericordemente contra todos aquellos que tengan comportamientos no avalados por sus dogmáticas y absurdas creencias.
Emulando al judío Shylock, el personaje central de la obra de W. Shakespeare El mercader de Venecia, podríamos manifestar nuestro malestar ante esta diferencia de tratamiento, cambiando la palabra judío por la de incrédulo, y exclamar: ¿Y cuál es su motivo? Que soy incrédulo. ¿El incrédulo no tiene ojos? ¿El incrédulo no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No es alimentado con la misma comida y herido por las mismas armas, víctima de las mismas enfermedades y curado por los mismos medios, no tiene calor en verano y frío en invierno, como el cristiano? ¿Si lo pinchan, no sangra? ¿No se ríe si le hacen cosquillas? ¿Si nos envenenáis no morimos? ¿Si nos hacéis daño, no nos vengaremos?
Y atendiendo a la última pregunta que se hace Shylock ¿no va siendo ya hora de que dejemos de poner la otra mejilla cuando nos sintamos ofendidos por sus condenas? Si acuden a los tribunales por una parodia ¿dónde tendría que acudir una mujer que es acusada de ser más deleznable que un abusador de menores por abortar legalmente?
¡Ya está bien!